por Adán Levy
Durante años pensé que España era inmune al virus del odio. Un país cálido, abierto, de sobremesas infinitas y chistes sobre todo. Un país donde ser judío era, como mucho, una excentricidad histórica: una nota al pie del Siglo de Oro. Hasta que, de pronto, un día, los zombis llegaron. No entraron por el mar. Ni por los Pirineos. Entraron por Twitter, los telediarios y las universidades públicas. Y lo hicieron con una sonrisa solidaria y pancartas impresas con fondos europeos.
Y por favor, que nadie se sienta ofendido: no hablo de personas inhumanas ni de zombis reales, sino de una percepción, una metáfora sobre el terror que produce ver cómo la empatía se apaga, cómo la razón se disuelve entre consignas. Llamémoslo, cariñosamente, zombis.
El virus del antisionismo
El virus tiene nombre: antisionismo, aunque sus portadores lo pronuncian con la seguridad de quien recita una verdad moral. Dicen “no soy antisemita, soy antisionista”, como quien aclara que no odia a los italianos, solo a Italia. Es un virus que se propaga con facilidad: basta repetir tres veces las palabras mágicas —genocidio, apartheid, Palestina libre— y ya estás dentro. De repente, personas normales, con las que tomabas café o jugabas al pádel, levantan los brazos y empiezan a balbucear consignas que no entienden del todo, pero que suenan bien en Instagram. El virus, además, tiene mutaciones. En su cepa más peligrosa, transforma a la gente en expertos geopolíticos de sofá: profesores de yoga, actores y concejales de cultura que ayer hablaban del cambio climático y hoy exigen sanciones al “régimen sionista”.
Pero conviene decirlo sin rodeos: el antisionismo no es una crítica política, sino una forma refinada y socialmente aceptable de odio. Odio a Israel, a su mera existencia, y —cada vez con menos disimulo— odio también a los israelíes y, sí, a los llamados “judíos sionistas”, es decir, a la práctica totalidad del pueblo judío contemporáneo. Así lo evidencian la creciente oleada de agresiones, amenazas y ataques que se han multiplicado en toda Europa bajo el pretexto de una causa moral.
La vacuna fallida: la izquierda ilustrada
El origen del brote, como todo lo tóxico, viene mezclado con buenas intenciones. Una izquierda que antaño hablaba de libertad, justicia y progreso, hoy ha sido secuestrada por un moralismo performativo y narcisista. Ya no busca justicia, busca cámara. Ya no defiende causas, interpreta personajes. Cada pancarta es un casting. Y lo peor es que el Gobierno encontró en el virus un aliado político. Cada vez que había un escándalo, una dimisión o una investigación incómoda, bastaba con invocar Gaza. Un “mirad allí” de manual.
Así fue como, mientras se anunciaba un alto el fuego, España convocó una huelga general “por Palestina”. Sin guerra, sin objetivo, pero con mucha indignación lista para usar. El virus necesita movimiento. Si se detiene, muere.
Epidemia mediática
Los medios afines al gobierno y sus socios, asi como sus amplias redes de influencia en redes sociales y activismo ciudadano, naturalmente, no vacunaron a nadie. Al contrario: sirvieron de laboratorio. Cada informativo, cada tertulia, el joven monitor que coordina la partida de ajedrez relámpago para niños de tu barrio, maestros de colegio, cada tuit institucional alimentaba la idea de que Israel era el mal absoluto, un monstruo capitalista, militar y, por supuesto, judío. No faltaron museos que colgaron banderas palestinas, ni tik-tokers que se subieron a la ola para subir seguidores. El virus lo tiene todo: narrativa simple, villano claro y cero exigencia intelectual. Es tan perfecto que ni Orwell lo habría imaginado.
Españoles inmunes (por fortuna)
Pero no todos cayeron. Hay españoles que encontraron las defensas internas para resistir e incluso contra-argumentar la infección con una mezcla de cultura, sentido común y alergia al dogma. Es imposible describirlos, en su amplia complejidad. Imagino que algunos comprendieron que entender a Israel no implica negar el dolor palestino. Gente que tuvo la sutil grandeza de no re-twittear, de no re-publicar aquellos mensajes virales, incluso cuando la presión social era evidente.
Algunos, simplemente, decidieron —por prudencia o por dignidad— tomar distancia, observar antes de juzgar, o incluso atreverse a preguntar al otro lado, sabiendo que hacerlo podía costarles amistades, reputación o tranquilidad. Otros resistieron de forma más callada, respetando a través del silencio, conscientes de que a veces callar es una forma de cuidar la verdad. Y entre ellos, algunos optaron por una forma de respuesta distinta: no ceder ante la presión y esquivar, con serenidad, los procesos de limitación.
Aprendimos que resistir no siempre significa enfrentarse; a veces basta con permanecer en pie, sin gritar, sin seguir la consigna, sin rendirse al rebaño. Son los que saben que no hay izquierda ni derecha en el terrorismo, que Israel tiene derecho a existir, a defenderse y a equivocarse —como cualquier país—, pero que los zombis no toleran los matices. Ellos solo distinguen entre “buenos o genocidas”.
En el fondo, el antisionismo se ha convertido en la religión civil de la izquierda europea. Tiene sus santos (los mártires palestinos), sus demonios (el judío con kippá y cuenta bancaria), sus liturgias (las flotillas, las huelgas simbólicas, las exposiciones de arte activista), y sus herejes: los judíos que piensan por sí mismos. Los zombis no buscan justicia, buscan absolución. Y nada limpia mejor la conciencia que odiar a Israel desde una terraza en Lavapiés.
Cómo resolver la epidemia
A veces, los pueblos enferman de ruido. No por maldad, sino por exceso de voces que repiten consignas hasta que la razón se apaga. En esos momentos, el remedio no es la furia ni la réplica, sino el silencio interior: la ataraxia. Los filósofos de la antigüedad la entendían como la serenidad del alma que no se deja arrastrar por la tormenta exterior; una calma que no nace de la indiferencia, sino del discernimiento. La ataraxia no es renuncia ni fuga: es presencia sin agitación, claridad sin ira.
Es el espacio donde el pensamiento recupera su temperatura humana y el juicio vuelve a respirar. Solo desde esa quietud puede un pueblo volver a escucharse. Solo cuando los focos se apagan y el alma colectiva se calma, la verdad empieza a filtrarse de nuevo, como la luz del amanecer tras una larga tormenta. El texto no busca culpables, sino comprensión: reconocer que todos —zombis y no zombis— seguimos siendo humanos, necesitados de escucha, de ternura y de diálogo. Con amor, con paciencia y con la esperanza de que un día España recupere su sosiego, su risa y su mirada abierta al mundo.
Fuente: https://www.vozpopuli.com/opinion/invasion-zombi-ataraxia-en-la-espana-antisionista.html
