Autora: Jimena García Herrero
El antisemitismo, ese monstruo insaciable y milenario, muta su rostro y costumbres adaptándose a los tiempos, pero manteniendo en su piel y en su mente toda la experiencia acumulada. ¿Hay alguna bala de plata, estaca o palabra mágica, que sirva para acabar con el mosntruo? ¿Hay alguna posibilidad de acabar con él? La Historia nos dice que no. Una voz nos susurra que, aunque solo haya un judío sobre la tierra, el monstruo permanecerá en pie.
Se viste de acusación religiosa, de prejuicio biológico o de ideología política, pero su lógica es siempre la misma: tomar un hecho concreto —a menudo doloroso o dramático— aislado del contexto o manipulado, y convertirlo en catalizador del odio preexistente. Un niño desaparecido, una epidemia, una crisis económica o una guerra bastaron y bastan para convertir al judío en culpable universal. Y él lo sabe. Así han comenzado pogromos, campañas de difamación, purgas y matanzas. Hoy, en pleno siglo XXI, el patrón se repite: la masacre del 7 de octubre se ha convertido, paradójicamente, en un catalizador del antisemitismo global. Las víctimas han sido convertidas en verdugos, y el odio a los judíos vuelve a camuflarse —una vez más— como una causa progresista o justa, o como una «crítica legitima» al Estado Israel.
Del libelo de sangre a Gaza. Durante siglos, el antisemitismo tuvo un carácter esencialmente religioso. Eran los tiempos. El libelo de sangre, que acusaba a los judíos de matar niños cristianos en rituales religiosos o satánicos, provocó cientos de muertes. Bastaba un niño desaparecido o muerto para que el odio se activara y desatara linchamientos y matanzas de judíos como en el caso de Norwich (1144), Trento (1475) o La Guardia en España (1491). Las acusaciones contra Israel de asesinar deliberadamente niños palestinos y de matarlos de hambre como parte de una estrategia genocida tienen una estructura calcada. Parte de una situación real —la tragedia humanitaria en Gaza— y saca imágenes de contexto, manipula informes o directamente los inventa, omite sistemáticamente los crímenes de Hamás, difunde cifras y vídeos falsos —muchos de ellos producidos por Hamás o fuentes no verificables— para alimentar la idea de una crueldad ritual, ancestral, heredada. La imagen del «judío que mata niños» se recicla como «Israel genocida«. Israel, en esta narrativa, no combate, mata niños. El antisemitismo religioso de la Edad Media ha vuelto con un nuevo lenguaje, pero el mismo objetivo, deshumanizar y demonizar al judío, hoy encarnado en el Estado de Israel.
En el siglo XIX, el antisemitismo adoptó un nuevo rostro: el biológico o racial. Llegaron las teorías pseudocientíficas.Así, los judíos pasan a ser considerados una raza inferior o corruptora, portadora de maldad en su propia sangre. Durante la crisis económica de la Alemania de entreguerras, muchos judíos estaban presentes en profesiones liberales y en el comercio, sectores que no se vieron tan afectados como otros en la crisis. Este hecho sirvió para alimentar, en parte, la teoría de que los judíos eran los culpables del empobrecimiento del país, convertiéndolo en prueba de una supuesta conspiración racial. Todos sabemos cómo acabó: en el Holocausto. Hoy, en círculos progresistas, académicos y activistas, el monstruo se transforma en una versión moderna de esta idea: el anticolonialismo. Convierte a Israel en un Estado colonial, “blanco”, “europeo”, “opresor” y “ajeno”, impuesto sobre una población nativa. Borra de un plumazo siglos de presencia judía en Medio Oriente, así como la existencia de más de un millón de israelíes de origen mizrají (judíos expulsados de países musulmanes) e ignora que Israel se construyó como refugio para los supervivientes de persecuciones y genocidios. En esta lógica, Israel no tiene derecho a existir porque su existencia ya sería, en sí, una injusticia. Aquí el concepto de «colonia» reemplaza al de «raza».
Desde Irán hasta Gaza, mandatarios y milicias repiten que los judíos son el mal encarnado, y que su Estado debe ser destruido. ¿Racismo? No, lo llaman “resistencia”. Pero además, en varios países del mundo islámico, el antisemitismo es racializado y teológicamente justificado. Líderes en Irán, Hamás y Hezbolá, repiten discursos que serían indistinguibles de los de Goebbels o Julius Streicher. Se habla de la «raza judía» como corrompedora, traidora e inhumana. Se niega el Holocausto y se ensalza a Hitler abiertamente en sermones, redes sociales y prensa. Este antisemitismo islámico, que mezcla lo religioso, lo racial y lo político, se exporta hoy a Europa a través de canales de comunicación y comunidades radicalizadas, amplificando el odio en barrios, mezquitas e incluso universidades occidentales.
En el siglo XX, el antisemitismo tomó una forma política. El judío ya no es solo un enemigo religioso o racial, sino un agente político: banquero internacional, sionista manipulador, capitalista sin patria o comunista infiltrado, según el régimen. Ahí están los Protocolos de los Sabios de Sion. Aunque es un texto falso, lo utilizó como «prueba» de un supuesto plan judío para dominar el mundo. Cada vez que estallaba una crisis política —una revolución, una guerra, un atentado—, el monstruo volvía a agitar este texto, apuntando a hechos reales: la presencia de judíos en movimientos revolucionarios, en bancos o en instituciones internacionales. Así se reactivaban oleadas de antisemitismo, como en la Rusia zarista, en la Europa nazi, en la Unión Soviética o en ciertos sectores del mundo árabe y de la extrema derecha e izquierda actual. Hoy se vende en la feria del Libro de Madrid.
En el s. XXI, este mismo antisemitismo político, la bestia insaciable nos lo presenta como “antisionismo”, o disfrazado de “solidaridad con Palestina”, pero lo que realmente hace es negar el derecho del pueblo judío a tener un Estado. No trata de criticar al gobierno israelí o sus decisiones, sino que niega la legitimidad del Estado de Israel en sí mismo. Le exige a Israel lo que no se le exige a ningún otro país, justificar su existencia, y traza una línea directa entre el Estado y todos los judíos del mundo, que pasan a ser objetivos simbólicos del mismo odio. Lo más peligroso es que esta forma de antisemitismo se camufla de virtud moral: se disfraza de lucha por la justicia, de solidaridad con los oprimidos. Pero en realidad, recicla los mismos estereotipos de siempre: el judío como ser poderoso, cruel, manipulador, ahora aplicados al Estado judío.
Por tanto, este antisemitismo que vemos en 2025 no viene con ideas nuevas. Todas estaban ya presentes en él antes y especialmente en el estallido crucial de odio y totalitarismo que se extendió entre 1930 y 1970 en la Alemania nazi, en la Unión Soviética, en la RDA comunista y en los movimientos islamistas. La derrota del nazismo no acabó con el antisemitismo, solo lo desplazó. Y la izquierda radical, los regímenes comunistas y luego los islamistas le dieron nueva vida.
Observamos, preocupados, no solo cómo el antisemitismo se transforma, sino cómo va acumulando capas. Cada nueva forma incorpora, sin renunciar a ellas, las anteriores. Lo más inquietante de todo esto es que, en cada época, los antisemitas, los que siguen y aclaman al monstruo, han creído y creen estar haciendo el bien. La Inquisición no se concebía como una máquina de odio, sino que salvaba almas, protegía la fe verdadera y defendía la unidad espiritual del reino. Los nazis hablaban de salud racial, orden y regeneración moral. Los comunistas, de justicia social y lucha contra el imperialismo. Hoy se invoca la causa palestina, el anticolonialismo o los derechos humanos, se denuncia a las víctimas del nazismo como “nazis”, y se aplica al Estado judío los mismos estereotipos que durante siglos se aplicaron a los judíos como pueblo. El odio al judío siempre se reviste de virtud. Esa es su mayor coartada y su mayor peligro, quienes lo difunden no se creen fanáticos, sino redentores.
Además, hoy el antisemitismo encuentra terreno fértil en el nuevo populismo, que difumina los límites entre pensamiento democrático y totalitario. Y esa narrativa necesita un enemigo, porque necesita una figura a quien culpar del fracaso de la utopía que promete. Orwell lo expresó en 1984, con la figura de Emmanuel Goldstein, el “enemigo del pueblo” contra el que se canaliza el odio colectivo en la ceremonia de los “dos minutos de odio”. Hoy, demasiados discursos buscan su propio Goldstein y, una vez más, ese rostro se parece demasiado al de un judío.
Todo sigue vivo, pero con hashtags y discursos progresistas. Lo que antes se gritaba con antorchas, hoy se corea en redes sociales o en universidades. Pero el fondo es el mismo, un odio irracional en busca de un pretexto. Siempre lo encuentra. Y el resultado también es siempre el mismo: cuando el odio se disfraza de virtud, siempre acaba dejando víctimas reales; cuando la ola de antisemitismo se levanta es imparable. Y el monstruo, una vez más, se yergue victorioso.
* Artículo publicado en enfoquejudio.es