La Pasión de Cristo y la herencia del antisemitismo

Autor: Nataniel Castaño

Este pasado sábado 12 de abril se celebró el Séder de Pésaj, la cena de la Pascua judía. Fue en una celebración como esta donde Jesús se despidió de sus discípulos, en la que el cristianismo reconoce como la Última Cena. Esa mesa compartida, ese rito profundamente judío, marcó el inicio del relato cristiano de la Pasión.

Ya inmersos en la celebración de la Pascua cristiana, en ciudades y pueblos de toda España se escenifican estos días las últimas horas de Jesús: su juicio, su sufrimiento, su muerte. Multitudes asisten a estas representaciones como parte de una devoción que combina fe, identidad cultural y tradición. Sin embargo, detrás del incienso, las túnicas y los tambores, persiste una sombra antigua: la pervivencia de una narrativa judeófoba que, lejos de ser un simple eco del pasado, sigue viva en muchas de estas expresiones.

El problema no radica en representar la Pasión en sí, sino en cómo se representa. Con demasiada frecuencia se recurre a frases y escenas que presentan a “los judíos” como los responsables directos de la muerte de Jesús. Se ignora o se tergiversa el hecho fundamental de que Jesús y sus discípulos eran judíos, y que el conflicto que llevó a su crucifixión fue un debate interno del propio pueblo judío.

Este marco narrativo, que contrapone a un Jesús inocente con un pueblo judío colectivamente culpable, ha sido históricamente una de las raíces más profundas del antisemitismo cristiano. Representaciones estereotipadas del Sanedrín o del «pueblo judío», no son inocentes: alimentan un imaginario donde el judaísmo queda asociado a la traición y la maldad. Esta visión no solo es falsa históricamente, sino que ha servido de base durante siglos para justificar exclusiones, persecuciones y violencias.

Este antisemitismo simbólico y cultural no se limita a las escenificaciones litúrgicas. Persisten aún en España diversas tradiciones festivas cuyo origen está profundamente ligado a la demonización del pueblo judío. En León, por ejemplo, aún se consume durante la Semana Santa una bebida tradicional conocida como “mata judíos”. En otras regiones, como en ciertas localidades de Cataluña o Castilla, perviven celebraciones como la quema de Judas o antiguas expresiones como “se revuelven los judíos”, que revelan cómo estos prejuicios han calado hondo en el lenguaje y el folclore.

Aunque muchas de estas costumbres hoy se viven sin conciencia de su origen ofensivo, eso no las exime de revisión. Revisarlas críticamente no significa renunciar a la tradición, sino purificarla de prejuicios que ya no tienen lugar en una sociedad plural y respetuosa.

Durante siglos, la Iglesia católica fomentó activamente estas visiones: desde sermones medievales hasta procesiones en las que se insultaba abiertamente al pueblo judío. En España, esta judeofobia encontró su expresión más brutal en la Inquisición, las conversiones forzadas, los pogromos y, finalmente, la expulsión de 1492.

El Concilio Vaticano II, con la declaración Nostra Aetate (1965), marcó un punto de inflexión al rechazar de forma oficial la acusación de deicidio colectivo. Sin embargo, muchas prácticas culturales y devocionales continúan arrastrando estos lastres sin haber sido verdaderamente transformadas.

La Iglesia —como institución y guía espiritual de millones— tiene hoy una responsabilidad ineludible. No basta con declaraciones oficiales: es necesario renovar catequesis, liturgias y expresiones culturales, y educar en la verdad histórica. Reformular las celebraciones para que honren la memoria de Jesús sin difamar a su propio pueblo es no solo un acto de fidelidad, sino de humanidad.

Porque la tradición cristiana, al construir su relato a lo largo de los siglos, ha terminado muchas veces por convertir al pueblo judío en su chivo expiatorio. Reconocerlo, con honestidad y valentía, es el primer paso hacia una fe verdaderamente reconciliadora. Honrar la memoria de Jesús también implica honrar la verdad de su identidad y de su pueblo. Solo así la fe cristiana podrá ser fiel a su mensaje más profundo: el amor que no excluye a nadie.